El Ohio que más teme a Trump
Un abogado, una activista y una parroquia polaca de Cleveland salvaron a un inmigrante mexicano de la deportación. Esta es su historia
Escribí este largo reportaje para ‘El Español’ durante el verano de 2015 y la publiqué en marzo de 2016. El texto explora la ansiedad de varias familias de inmigrantes indocumentados de Painesville, una pequeña ciudad entre Cleveland y Erie. Ocho años después, sus palabras iluminan un momento político tan parecido y a la vez tan diferente. Por eso reproduzco el texto aquí.
1. El reo de Painesville.
Ricardo Ramos nunca olvidará el 16 de enero de 2014. El día en que su hija Michelle cumplía 12 años era el que figuraba en su orden de deportación.
Ocho años antes, un positivo en un control de alcoholemia había alertado a las autoridades migratorias de que no tenía permiso de trabajo y había desencadenado un rosario de citaciones judiciales que lo dejaban a las puertas de la expulsión.
Ricardo llegó a Estados Unidos en 1998. Acababa de terminar la secundaria en Irapuato (México) y le faltaban unos meses para cumplir 18 años. “Pagué como 1.200 dólares por atravesar el río Bravo”, me dice esta tarde en un salón de Painesville (Ohio) mientras sus tres hijos corretean alrededor. “Éramos cinco personas en una llanta de camión. El coyote tenía una cuerda tendida entre las dos orillas del río y tiramos de ella hasta cruzar”.
Un coyote es uno de los miembros de las mafias que ayudan a los mexicanos a cruzar la frontera de Estados Unidos. No todos son de fiar. Quienes quieren cruzar preguntan a quienes ya han cruzado. “Te dicen ‘Fulano es buena gente, cruza bien’ y te pones en sus manos”, explica Ricardo. “Nos llevan a unas garitas donde nos esconden y luego nos traen hasta acá escondidos en una camioneta. Si traes dinero, comes en los McDonald’s. Si no, te vas aguantando hasta llegar”.
Aquí en Painesville le esperaba su tío, que había conseguido los papeles durante la regularización que aprobó Ronald Reagan en 1986. En Irapuato se quedó Mercedes, que por entonces aún era su novia y que ahora le coge la mano durante la conversación. “Ni siquiera podía llamarme a casa”, recuerda ella sobre el noviazgo. “Yo tenía que ir a una tienda y esperar en una cabina de teléfono”.
La distancia no era fácil y Ricardo tomó una decisión insólita: volver a México para ir a buscar a Mercedes y cruzar la frontera por segunda vez. “No la iba a dejar venir sola porque conocía los peligros”, explica muy serio. “Volver a cruzar era un riesgo que tenía que correr”.
Esa segunda vez optaron por atravesar el desierto de Arizona. Algunos mexicanos habían muerto ahogados por las corrientes del río Bravo y un coyote se ofreció a ayudarles a cruzar la frontera por tierra a las afueras de la ciudad de Nogales.
“Yo no sabía muy bien a qué venía”, dice Mercedes. “Me di cuenta al ver aquella barda [valla] grandota como de dos metros donde muchos se han quebrado las manos o los pies. Los coyotes suelen saber cuándo están los guardias. A veces cruzan de madrugada y a veces por las tardes. Pero ese día se nos apareció de pronto una patrulla con las sirenas puestas. Corrimos todos y nos metimos debajo de un carro y ahí sí que agarré miedo”.
Al percibir la vigilancia, los coyotes llevaron a Ricardo y a Mercedes a lo que llaman una coladera: un túnel encharcado y excavado en la tierra por debajo de la valla de acero que separa los dos países. Al otro lado del pueblo les esperaba el camión en el que viajaron a Ohio hacinados en un doble fondo sobre la cabina. “A veces escuchas casos de personas que se quedan dentro y se mueren asfixiados”, dice Mercedes. “A nosotros nos tocó gente buena que nos llevó bien a nuestro destino. ¡Bendito sea Dios!”.
Al llegar a Painesville, se alojaron con el tío de Ricardo y empezaron a bregar en uno de los viveros donde trabajan la mayoría de los inmigrantes mexicanos de esta región. Primero ahorraron para alquilar un apartamento y luego para comprar una casa prefabricada donde hoy viven con sus tres hijos y donde no tienen acceso a internet. “Nunca nos pidieron papeles para ningún trámite”, dice Ricardo. “Al comprar la casa enseñé mi pasaporte. Al encontrar trabajo, un permiso falso. Los empresarios hacen la vista gorda porque necesitan mano de obra. Hay legales e ilegales. Estamos todos revueltos para que nadie distinga”.
Ni Ricardo ni Mercedes tienen carné de conducir. Los dos se mueven al volante de coches matriculados a nombre del hermano de Mercedes y viven a merced de un encuentro fortuito con un guardia de tráfico o con un policía municipal.
En 2006 Ricardo dio positivo en un control de alcoholemia. El juez le envió varias citaciones. Él rellenó un formulario por consejo de un notario y le dio a un abogado 1.500 dólares por un permiso falso. Pero eso no detuvo el proceso administrativo, que desembocó en enero de 2014 en una orden de expulsión del país.
“Yo habría intentado volver”, dice convencido Ricardo. “Aquí algunos deportados lo han intentado y han muerto”, dice Mercedes. “Otros logran volver y se ponen apodos. Nunca sabes quiénes son”.
Algunos vecinos de Ricardo viven escondidos. Las autoridades de inmigración les dan un papel que deben presentar en los consulados americanos de las ciudades mexicanas para demostrar que han abandonado el país. Quienes optan por quedarse están más en peligro que los demás.
A las mujeres no las deportan nunca. La mayoría se quedan aquí trabajando en los viveros y cuidando de sus hijos. Los de Ricardo y Mercedes hablan entre ellos en inglés. “Yo no conozco México”, le dice Michelle (12 años) a su madre. “Aquí tengo mis amigos. ¿Para qué ir a un sitio con gente que no conozco?”.
Ricardo no estaría hoy en Ohio si no fuera por Verónica Dahlberg, una activista que se interesó por su problema unos meses antes de la fecha fijada para su deportación. Dahlberg fundó hace unos años la asociación HOLA y ha ayudado a otros inmigrantes sin papeles en una situación similar.
“Verónica me puso en manos de un buen abogado y logró que mi caso saliera en la prensa”, explica Ricardo. “Así fue como conocí a los feligreses de la iglesia de St. Casimir”.
2. La iglesia polaca.
St. Casimir es una parroquia católica en la zona este de Cleveland, a unos 40 minutos en coche de la casa prefabricada donde vive la familia Ramos. La fundaron en 1891 unos inmigrantes polacos que se habían mudado demasiado lejos de la iglesia de St. Stanislaus y querían un lugar donde celebrar misa y una escuela para sus hijos en su lengua de origen.
Al principio era una caseta de madera. Pero un constructor católico donó una parcela y los vecinos levantaron este edificio de ladrillo oscuro del tamaño de una basílica en el cruce entre la avenida Sowinski y la calle 83.
En el jardín hay dos ángeles blancos y en la fachada dos torres octogonales, dos gárgolas ennegrecidas y tres arcos de medio punto con las puertas abiertas de par en par. Dentro me espera el sacerdote Eric Orzech, que lleva puesta una sotana negra con botones de tela y celebra misa cada domingo en polaco y en inglés. “Ricardo es nuestro primer milagro”, dice sonriente al recordar los días en los que sus feligreses ayudaron al mexicano a esquivar la deportación.
Orzech llegó a esta iglesia en otoño de 2012 pero su familia se vino de Polonia muchos años antes, más o menos cuando se construyó. Su abuelo paterno se mudó aquí buscando trabajo en las fábricas de Cleveland y sus abuelos maternos, justo después de la I Guerra Mundial.
Antes de ordenarse y cuando aún gobernaban los comunistas, Orzech ejerció como guía en el santuario de la Virgen de Częstochowa. Aquí la patrona polaca no está en el altar mayor sino en uno mucho más modesto, situado en la nave izquierda y junto a una imagen de Juan Pablo II.
El icono lo imprimió uno de los fieles por unos dólares en una imprenta de Cleveland y desde las Navidades de 2013 es un objeto de culto para la comunidad mexicana, que peregrinó hasta aquí para pedirle a la virgen polaca que Ricardo Ramos no fuera deportado del país.
Al pie del icono hay cuatro filas de velas rojas y una foto de los hijos de la familia Ramos con los regalos que recibieron el día de San Nicolás. También una carta escrita en inglés a mano con un bolígrafo negro y fechada el 29 de diciembre de 2013.
“Mi nombre es Michelle Ramos y somos una familia de cinco miembros”, escribe su autora. “Mis hermanos y yo nacimos en Ohio. Yo tengo 11 años y vivo con mis padres. Mi padre ha estado aquí 16 años y sólo quiere trabajar para alimentarnos y para pagar sus cuentas. Sólo está aquí para trabajar y para cuidar de nosotros y me da pena que lo quieran deportar”.
La familia Ramos no habría llegado a esta iglesia polaca si no fuera por el trabajador social John Niedzialek, que unos días antes envió un correo electrónico en el que le explicaba al párroco su situación. Se la había contado casi por casualidad la activista Verónica Dahlberg, que conocía muy bien los detalles del caso.
“Un día vi que ella llevaba un medallón de la Virgen de Częstochowa y le pregunté si conocía nuestra iglesia”, recuerda Niedzialek. “Entonces me contó lo que ocurría con Ricardo y le dije que nos encantaría ayudar a su familia durante la Navidad”.
Tres días antes de Nochebuena, el matrimonio Ramos visitó por primera vez St. Casimir y dejó un ramo de rosas rojas a los pies del icono de la Virgen. Unos días después, los feligreses empezaron a moverse para ayudar a sus hijos. Publicaron sus tallas para pedir bufandas, guantes y abrigos en el blog de la parroquia y empezaron a recaudar fondos para comprarles una tableta y un castillo para las muñecas de Michelle.
“Empezaron a hablar muy bien de nosotros sin conocernos de nada”, dice la mujer de Ricardo. “Los periódicos empezaron a mencionar nuestro caso y eso nos ayudó a parar la deportación”.
El esfuerzo por salvar al inmigrante culminó tres días antes de la fecha fijada para su deportación, cuando unas 100 personas peregrinaron hasta esta iglesia para pedir a la Virgen de Częstochowa que Ricardo se pudiera quedar.
La caminata se celebró un lunes y se extendió a lo largo de los 35 kilómetros. El grupo salió en torno a las siete de la mañana y llegó a St. Casimir unos minutos antes de las cuatro de la tarde.
Aquel día los mexicanos dejaron una imagen de la Virgen de Guadalupe en el altar mayor junto al icono de la Virgen de Częstochowa y entraron en la iglesia entonando un himno religioso en español. El sacerdote Orzech les recibió desde el púlpito blanco, rezaron en tres idiomas un misterio del Rosario y la familia Ramos se arrodilló al final en un altar decorado con poinsettias rojas y media docena de árboles de Navidad.
Al final de la plegaria, los feligreses sirvieron pierogi polacos a los mexicanos en el salón parroquial. “Para muchos de nosotros la inmigración era algo sobre lo que leías en el periódico pero poco más”, dice el cura. “Conocer a estas familias mexicanas fue un hallazgo. Esta gente necesitaba un milagro y vinieron a un lugar donde nosotros creemos que los milagros ocurren”.
Los feligreses de esta iglesia creen en los milagros desde marzo de 2009, cuando el obispo Richard Lennon anunció su intención de cerrar la parroquia de St. Casimir.“No fue la única que cerraron”, me dice Stanislav Zadnik, un vecino de origen esloveno que viene a menudo por aquí. “A los obispos no les gustan estas iglesias étnicas, asociadas a una nacionalidad. Más o menos a la vez cerraron parroquias de eslovacos, húngaros y croatas. Quieren un producto homogéneo, no diferenciado. De paso ven la oportunidad de hacer dinero: aquí enseguida pusieron en venta las vidrieras, las imágenes y otras cosas”.
Zadnik intentó rescatar sin éxito la parroquia eslovena de St. Lawrence. Cuando echó el cierre, se vino a ayudar a salvar esta parroquia en la primavera de 2009.
El obispo Lennon celebró aquí la última misa antes del cierre el 8 de noviembre de 2009 y se encontró con una comunidad enfadada que se arrancó a cantar himnos religiosos en polaco en señal de repudio a su decisión. “Fue como cuando Bogart empieza a cantar ‘La Marsellesa’ en ‘Casablanca’”, recuerda Zadnik. “Una forma espontánea de protestar”.
Uno de los vecinos tuvo entonces un sueño en el que la Virgen de Częstochowa le decía “No me abandones” y varios feligreses lo interpretaron de forma literal. Desde ese día y durante dos años y medio, empezaron a reunirse cada domingo delante de la verja. Hicieron una foto del altar mayor, la enviaron a Gdansk y alguien allí la convirtió en una pancarta del tamaño de una portería de fútbol que estuvo colgada durante dos años y medio a la entrada de St. Casimir.
Para muchos este templo era mucho más que una parroquia y su cierre era el símbolo del declive del barrio que les había visto crecer.
“Antes de que yo naciera aquí había un vecindario polaco con panaderías y tiendas pequeñas donde la gente podía pasear”, recuerda John Niedzialek, que escribió a la Santa Sede solicitando la revisión del cierre de la parroquia donde se crió.
Niedzialek aún recuerda los letreros de las tiendas escritos en polaco y a vecinos que trabajaban en las fábricas junto al lago o al otro lado de la ciudad. “Cada dos manzanas, había una carnicería, una taberna y una tienda de comestibles”, dice el párroco de la iglesia. “Cada cosa que necesitabas la tenías aquí en el vecindario. Sólo bajabas al centro para arreglar unos papeles o para comprar algo especial”.
Aquella atmósfera se quebró con el estallido de los disturbios raciales de los años 60. Los afroamericanos más violentos rompieron cristales, quemaron casas y sembraron el barrio de solares vacíos. Muchos vecinos se mudaron a suburbios más apacibles y este barrio polaco fue perdiendo su identidad.
John Niedzialek se fue de aquí con sus padres en 1969 y sólo volvió a St. Casimir cuando se enteró de que estaba a punto de echar el cierre. Su empeño y el de otros vecinos propició una decisión que se anunció la primera semana de marzo de 2012, justo cuando se celebra la fiesta de St. Casimir.
Hoy quedan en Cleveland ocho parroquias donde se celebra cada domingo la misa en polaco. El santo que da nombre a la de St. Casimir fue un príncipe de la Confederación Polaca-Lituana que nació en 1458 y murió con 25 años en 1484 en la ciudad de Grodno, que hoy está dentro de las fronteras de Bielorrusia.Allí nació cinco siglos después Wladek Szylwian, un superviviente del campo de concentración de Bergen-Belsen que durante décadas fue el monaguillo de St. Casimir. “Wladek nunca volvió a ver a su mujer ni a su hijo”, recuerda el feligrés Joe Feckanin. “Si hubiera vuelto a Grodno, lo habrían matado porque era un soldado polaco que había combatido en el frente occidental”.
Wladek acababa de cumplir 96 años el día en que el obispo Lennon celebró la última misa antes del cierre de St. Casimir. Pero ni su edad ni sus achaques le impidieron cortar el micrófono del prelado varias veces durante la homilía. Fue uno de sus últimos gestos de rebelión.
Casi tres años después, el díscolo nonagenario estuvo presente en la ceremonia de la reapertura de la iglesia enfundado en el uniforme del Ejército polaco y sentado en primera fila entre el retrato del padre Maximiliano Kolbe y la bandera del sindicato Solidaridad.
“Fue el primero en recibir la comunión del obispo”, recuerda el padre Orzech. “Murió el 20 de febrero de 2013, 10 días después de cumplir 100 años. Aquí celebramos su funeral”.
3. El buen samaritano.
El despacho de David Leopold se encuentra a las afueras de Cleveland en el sótano de un edificio de hormigón. Se construyó a mediados de los años 60 y fue el último que levantó en Estados Unidos el arquitecto Walter Gropius, uno de los padres de la escuela de la Bauhaus.Leopold escribe a menudo en los diarios nacionales y fue presidente de la asociación de abogados de inmigración. Su despacho es uno de los mejores de Cleveland y asume casos de otros estados como el del pastor hondureño Max Villatoro, separado de su mujer y sus cuatro hijos en marzo de 2015 y enviado de vuelta a su país.
Este abogado llegó a la inmigración a través de su trabajo con los judíos que llegaban de la Unión Soviética pidiendo asilo a finales de los años 80. “Supongo que lo hice por mi historia familiar”, dice entre sorbo y sorbo de café. “Mi abuelo era judío y se fue de Alemania en 1938. Su huida me hizo comprender que es importante que haya países seguros para los refugiados como él”.
Leopold conoció el caso de Ricardo Ramos por medio de la activista Verónica Dahlberg, que le pidió ayuda para evitar su deportación durante las navidades de 2013.
Lo primero que hizo fue solicitar a las autoridades que demoraran un año la expulsión mientras el Congreso debatía la reforma migratoria. Su petición fue denegada y presentó otra alegando que su cliente encajaba en algunas de las circunstancias que los agentes deben tener en cuenta según un memorándum publicado en junio de 2011 por John Morton, director del servicio de inmigración.
“El problema de Ricardo era su positivo en el control de alcoholemia”, recuerda Leopold. “Sin ese positivo, enseguida le habrían dado una prórroga porque algunos factores le favorecían: tenía tres hijos, había pagado impuestos y llevaba años trabajando en la región. Pero no querían dejar libre a nadie con un positivo en un control de alcoholemia porque unos años antes un boliviano sin papeles había matado en un accidente de tráfico a una monja en un pueblo de Virginia”.
A Ricardo le ayudó el ruido que hicieron los feligreses de la iglesia de St. Casimir. Pero Leopold recuerda que la decisión no se tomó en Cleveland sino en un despacho de Washington, donde llamaron unas horas antes de que se consumara la deportación.
Barack Obama llegó al poder en 2009 prometiendo una reforma migratoria que legalizara la situación de inmigrantes sin papeles como Ricardo Ramos. Sus primeros dos años los consumió gestionando la crisis económica y aprobando la reforma migratoria. La derrota demócrata en el Senado hizo que se esfumara cualquier oportunidad en noviembre de 2010.
Abogados como Leopold criticaron entonces a Obama por su política migratoria, que endureció la seguridad con 20.000 agentes en la frontera y disparó el número de deportaciones hasta unas 400.000 en 2012. Algo menos del doble de las de los años de George W. Bush.Se trataba de apaciguar a los republicanos antes de buscar un acuerdo global sobre la reforma migratoria. Pero el acuerdo nunca llegó por la renuencia de los republicanos de la Cámara de Representantes, que se negaron a someter a votación el proyecto que había aprobado el Senado en junio de 2013.
El texto abría una vía a la ciudadanía para inmigrantes indocumentados como Ricardo. Pero sólo si pagaban una multa, abonaban los impuestos atrasados y demostraban que no tenían antecedentes. Diez años después de iniciar el proceso y sólo cuando el Gobierno federal resolviera todos los visados atrasados, los inmigrantes sin papeles podrían solicitar un permiso de trabajo. El pasaporte estadounidense sólo podrían solicitarlo tres años después de tener ese permiso.
“Aquel proyecto no era perfecto pero era un buen comienzo”, dice Leopold. “Arrojaban demasiado dinero a la frontera y era un proceso largo que costaba miles de dólares pero al menos ofrecía una vía a la ciudadanía para los indocumentados. Sus defensores tenían apoyos suficientes para aprobarlo en la Cámara de Representantes. Pero el republicano John Boehner se negó a someterlo a votación por miedo a los extremistas”.
Unos meses antes de su reelección y de la aprobación del proyecto del Senado, Obama había anunciado una acción ejecutiva para dar permiso de trabajo temporal a cientos de miles de jóvenes que llegaron a EEUU antes de cumplir los 16 años. Unos 800.000 solicitaron el permiso y al 84% se les concedió.Dos años después, al percibir el fracaso del proyecto del Senado, el presidente concibió una segunda acción ejecutiva dirigida a excluir de la deportación del 30% de los 11 millones de inmigrantes indocumentados del país. Pero el plan saltó por los aires unos días después cuando Texas y otros 24 estados presentaron una demanda contra el Gobierno federal.
Los estados que denuncian el decreto de Obama argumentan que es ilegal porque les impone gastos que no estaban previstos. Los 14 estados que defienden la ley argumentan en un escrito que ocurre justo lo contrario: “Cuando los inmigrantes son capaces de trabajar de forma legal, sus salarios suben, buscan trabajos mejores, mejoran su formación y todo eso beneficia a la economía generando ingresos y haciendo crecer el número de ciudadanos que pagan impuestos”.
Menos de 48 horas antes de que entrara en vigor el decreto, un juez de Texas decretó su suspensión cautelar en todo el país por un defecto de forma. La denuncia entró entonces en un laberinto legal que llegará al Tribunal Supremo en los próximos meses. Mientras tanto, millones de inmigrantes como Ricardo siguen viviendo con miedo a que un encuentro con la policía desencadene una orden de deportación.
Ohio es uno de los estados que se ha sumado a la demanda contra el decreto de Obama. La decisión la tomó el fiscal general del estado. Pero no recibió ninguna reprimenda de su gobernador, el republicano John Kasich, que en julio anunció su intención de lanzarse a la carrera a la Casa Blanca y que este martes se lo juega todo en las primarias de su estado contra Ted Cruz, Marco Rubio y Donald Trump.
“En agosto de 2015 nos reunimos con Kasich y con una veintena de inmigrantes indocumentados”, dice el abogado Leopold. “Le dijimos que la demanda estaba mal y dijo que iba a hacer unas llamadas pero no hizo nada. Él parece una voz más razonable pero sus propuestas son muy vagas. El problema requiere soluciones concretas y por ahora no han dado ninguna”.¿Y el senador hispano Marco Rubio? “Rubio cometió un error”, dice Leopold. “Pareció valiente al respaldar la reforma migratoria en el Senado pero casi inmediatamente se echó atrás. Si hubiera defendido aquel proyecto, hoy sería un héroe. Quizá no se habría podido presentar a las presidenciales pero tendría un prestigio enorme entre los hispanos. Ahora nadie confía en él y se ha convertido en un chiste. Su candidatura no va a ninguna parte”.
El abogado cree que a Ricardo lo salvó sobre todo el apoyo de la parroquia y su presencia en la prensa local: “No es un sistema justo. ¿Por qué alguien cuyo nombre sale en el periódico es más importante que otro que no sale? Alguien como Ricardo no necesitaría venir a mí para resolver su problema. Pero personas así no tienen ninguna forma de legalizar su situación. Tendrían que salir de Estados Unidos y esperar 10 años. Si tus hijos han nacido aquí y son ciudadanos, eso es un problema muy grave porque en México no tienen dónde volver”.
4. El mariachi.
Luis Nicasio Padilla no siempre fue un inmigrante ilegal. Llegó a Painesville en 2004 atraído por un amigo mexicano que le consiguió un visado para trabajar. Se inscribió en una lista en el consulado americano en México DF, pagó unas tasas y esperó en su ciudad natal de León de Guanajuato hasta recoger su visado.
Ni siquiera tenía 18 años cuando llegó. El visado duraba ocho meses y no había forma de renovarlo. Unos días antes de que se le acabara, conoció a Dora Acosta mientras tocaba el acordeón. “Se acercó a pedir una canción”, recuerda. “Mi banda se llamaba La Marca y la canción, Una página más. Entonces decidí que yo no me iba”.
Dora llevaba en Ohio desde 1994. La había traído su madre, que cruzó la frontera con ella y con sus cuatro hermanos unos días después de quedarse viuda y sin dinero para subsistir.
“Mi abuelo vivía aquí en Painesville y trabajaba en los viveros”, dice Dora mientras mece a su bebé. “Mi mamá nos llevó por Nogales pero una banda nos intentó asaltar. Volvimos al hotel y estuvimos tres días encerrados sin nada que comer. Recuerdo que ella brincó la barda [la valla], cogió a mi hermano y lo arrojó al otro lado. Pagó unos 1.500 dólares por cada uno de nosotros más los billetes para ir en el camión durante tres días y dos noches desde Phoenix hasta aquí”.
Al principio vivieron con su abuelo, que presentó una petición para que su hija y sus nietos consiguieran la nacionalidad americana. La petición no prosperó pero protegió a Dora unos años después y le ayudó a lograr un permiso de trabajo que le ha permitido adquirir hace unos días la nacionalidad de Estados Unidos.
Conseguir el permiso no fue fácil. Dora tuvo que demostrar que sabía inglés, que llevaba aquí 10 años, que sus hijos eran ciudadanos y que afrontaba una dificultad extrema. Un juez le interrogó sobre esto último y presentó como prueba los problemas de su hijo, que nació con los riñones inflamados. “El juez me vio llorando y me dijo que merecía quedarme”, recuerda. “Ese mismo día me estamparon el pasaporte mexicano y dos semanas después me llegó mi green card”.
Su marido no tuvo la misma suerte. Dos agentes de inmigración llegaron un día a su apartamento en septiembre de 2008 y le dijeron que les tenía que acompañar.
Pagó una fianza de 3.500 euros a cambio de salir en libertad y volver después a su país. “Lo llevé al aeropuerto pero al dejarlo en la terminal enseguida lo vi volver por el retrovisor”, recuerda Dora, que desde entonces encubrió a su marido por miedo a una segunda orden de deportación.
Tres años después, la policía volvió a detener a Luis Nicasio y su familia recurrió a la activista Verónica Dahlberg, que habló con el abogado David Leopold y con varias personas en Washington.
Lo habían llevado a un centro de detención a las afueras de la ciudad de Toledo (Ohio). Pero su situación se resolvió más o menos rápido. Unas semanas después de su arresto, uno de los guardas llegó a su celda y le dijo que se pusiera su ropa y llamara a su esposa: “You’re going home”.
“A mí me lo dijo Verónica por la mañana y empecé a conducir hacia el centro”, recuerda Dora. Al salir, su esposo se arrodilló junto al lago para dar gracias. A él también le había ayudado la presión de los feligreses de St. Casimir.
Desde entonces sus prórrogas se renuevan de año en año en el edificio federal de Cleveland. Un año hicieron una manifestación con un mariachi a la puerta a la hora de su citación.
“Ahora lo tengo más fácil porque mis hijos son ciudadanos y mi mujer está a punto de serlo”, dice Luis Nicasio, que empezó a tocar el acordeón, la trompeta y el teclado en el grupo Tex-Mex de Michael Rendon, un abogado que trabajó para las autoridades migratorias y al que conoció durante su proceso de deportación. La banda se llama Gringo Stew.
Por ahora no tiene pasaporte pero sí un permiso para trabajar en una empresa que fabrica piezas para reconstruir las centrales nucleares de Japón.
“Me miraba en el espejo de la gente que llevaba aquí muchos años en el campo y no quería que mi vida fuera igual”, explica. “En los viveros te despellejas las manos. En una fábrica basta con apretar un botón como los monkeys. Es una vida mucho mejor”.
En el campo cobraba entre 800 y 1.000 dólares al mes. Ahora gana entre 2.000 y 2.800 y tiene más tiempo para su mujer, para sus cuatro hijos y para Gringo Stew.
Dora tiene un título de mercadotecnia. Sus buenas notas le habrían permitido acceder a una beca de 2.000 dólares. Pero entonces no tenía papeles y enseguida tuvo que dejar de estudiar. Ahora por primera vez podrá votar en unas elecciones y ha empezado a estudiar los programas de los candidatos.
“Obama ha sido una decepción para nosotros”, dice Dora sobre el presidente y sus bandazos sobre la reforma migratoria. “Debió de pensar: ‘Los voy a mantener en suspenso y después me los vuelvo a jalar [en las elecciones de 2012] con la inmigración. Miró por él y no cumplió con sus promesas. Aunque al menos hizo un poco más que los demás”.
5. El ángel de Ashtabula.
Este edificio blanco de una sola planta está en el centro de Painesville y pertenece a una iglesia local. Pero cada martes en torno a las siete de la tarde se llena de familias hispanas que se reúnen aquí en torno a HOLA, la asociación fundada por la activista Verónica Dahlberg para ayudar a los inmigrantes indocumentados en esta región.
Verónica tiene 52 años, está divorciada y tiene tres hijos. Es hija de un inmigrante húngaro y una mexicana y dedica su tiempo a defender los derechos de los inmigrantes en esta región.
Su madre le decía a Verónica que tenía “la cabeza dura” y quienes la conocen dicen que es cierto. Creó la asociación al presenciar varias redadas de inmigración durante el año 2007 y desde entonces se ha convertido en una especie de ángel de la guarda de la comunidad.
HOLA es un acrónimo que significa Hispanas Organizadas de Lake y Ashtabula. Lake es el condado donde se ubica Painesville y Ashtabula es el lugar donde vive Verónica.
A Verónica le gusta recordar cómo los vecinos de Ashtabula ayudaron a los esclavos que escapaban de estados como Kentucky en el siglo XIX y cómo se reunieron en una taberna que aún se conserva para proteger a dos fugitivos de quienes se los querían llevar de vuelta a los estados del Sur. “Ese detalle me inspira”, explica. “Siempre se lo recuerdo a quien me dice que lo que estoy haciendo no está bien”.
Verónica ha ayudado a esquivar la expulsión a personas como Ricardo Ramos o Luis Nicasio Padilla. Hasta dos docenas de inmigrantes sin papeles viven aún con sus hijos gracias a su intercesión. Pero sus gestiones no siempre dan sus frutos y siente no haber podido ayudar a otras familias.
A los inmigrantes David Lomeli y Salvador Montes los deportaron después de sendos encuentros con la policía durante 2012. Ambos intentaron volver unos meses después atravesando el desierto de Arizona pero nunca llegaron a su destino. Primero apareció el cadáver descompuesto de David y luego el esqueleto de Salvador. Seis niños quedaron huérfanos y una mujer perdió a su marido y a su hermano casi a la vez.
“Es uno de los casos más graves que hemos sufrido”, recuerda Verónica. “Pero hace dos años un padre de familia se suicidó en un centro de detención de inmigrantes unos días antes de escuchar su sentencia. Un abogado llevaba meses sacando dinero a su familia. Lo deportaron, había vuelto y le habían vuelto a detener. Quizá la angustia ante esa situación absurda fue lo que le llevó al suicidio”.
Algunos de los protagonistas de esas tragedias llenan hoy este salón de Painesville donde hay una piscina hinchable, varias cajas de pañales y una fila de estanterías llenas de biblias para niños y cartulinas de color.
La mayoría son mujeres embarazadas o con bebés en el regazo, sentadas en sillas de tijera o sobre la moqueta marrón. Pero también hay algunos hombres recostados sobre las paredes mientras hablan Dora Acosta y Rosario Chávez, las dos personas que llevan este martes el peso de la reunión.
Es un encuentro especial y no sólo porque no está Verónica. Unos días antes, la policía municipal arrestó al mexicano Juan Razo (35 años) después de cometer varios actos violentos durante un solo día en los alrededores de una zona residencial.
Primero intentó violar a una niña de 14 años que se salvó cruzando una autopista y refugiándose en una clínica veterinaria. A mediodía disparó en el brazo izquierdo a una mujer que paseaba con sus dos hijos por un parque. Unos minutos después y cuando la policía ya le estaba buscando, una mujer apareció muerta de un disparo en su domicilio muy cerca de los parques donde había actuado Razo y del lugar donde apareció después: el patio trasero de la casa donde se entregó.
La mujer asesinada era Margaret Kostelnik, una funcionaria municipal de 60 años que desde hace cuatro ejercía como secretaria del alcalde de Willoughby y que rescataba galgos de los canódromos en sus vacaciones según la prensa local.
El crimen ocurrió en agosto de 2015. A principios de este mes, Razo se declaró culpable de todos los cargos para esquivar la pena de muerte.
El estatus jurídico de Razo enseguida atrajo la atención de los periodistas y de los activistas republicanos, que señalaron que unos policías le habían echado el alto unos días antes por dejar el coche en el aparcamiento privado de un campo de golf.
Los agentes comprobaron que el joven no tenía papeles. Pero lo dejaron en libertad después de llamar a la delegación de inmigración, donde alguien les dijo que no había ningún motivo para retenerlo contra su voluntad.
Unos días después del arresto del joven, HOLA colgó un comunicado en su página de Facebook. Explicaban que la familia de Razo llevaba años lidiando con sus problemas mentales, daban las gracias a la policía por arrestarlo tan pronto y abordaban su estatus migratorio.
El padre del joven es un ciudadano americano que ha trabajado en el campo durante 40 años y que solicitó los papeles para sus hijos hace más de una década. Aquella petición se llegó a aprobar y Juan Razo estuvo en cola para conseguir su permiso de trabajo durante 12 años. Por eso las autoridades migratorias no le detuvieron en el aparcamiento: porque estaba a punto de dejar de ser un inmigrante ilegal.
“Este asunto no tiene nada que ver con la inmigración sino con los problemas asociados a los adultos con problemas mentales”, dice el comunicado, que escribió Verónica. “Por eso nos decepciona ver cómo nuestros líderes explotan esta tragedia para promover una agenda política”.
La deriva homicida de Juan Razo dejó noqueada a la comunidad que se reúne hoy en este salón de Painesville. Tienen miedo de que los crímenes disparen el rechazo contra los inmigrantes y den alas al discurso de los republicanos más radicales, que se están organizando para protestar.
“Mi niño baila en un grupo folclórico mexicano y nosotros nos enteramos por Facebook durante el ensayo”, recuerda Dora aún con cara de susto. “Estábamos en un parque y queríamos saber si lo habían agarrado. Entonces no sabíamos quién era y una de las muchachas dijo: ‘Ojalá no sea hispano porque se nos van a poner las cosas tan difíciles…’. Yo le dije: ‘Los hispanos no hacemos estas cosas. Será un americano loco’. Al final del día vi quién era y sentí mucho miedo por mí y por mis hijos. Alguien puede venir y tomarse la venganza. Mucha gente sabe que nos reunimos aquí”.
Aquí todos conocen a los padres de Razo, que estuvieron presentes en la marcha a favor de Ricardo Ramos y vienen a menudo a esta reunión. Las declaraciones del sheriff y del congresista David Joyce han creado un clima de hostilidad que perciben en el supermercado, en la farmacia o en el pub.
“No debemos entrar en ese juego”, dice Rosario Chávez. “El padre Esteban dijo en la misa que el marido de la señora fallecida le había dicho que no quería represalias. El Señor es grande. Decidle a vuestros hijos que no contesten en la escuela. Es importante que ellos vean que queremos paz”.
Las intervenciones de los hispanos se suceden. “Un amigo policía me dejó un mensaje: que las 300 personas que protestaron contra la inmigración en Cleveland no representan a todos los americanos”, dice una mujer embarazada con una niña en brazos. “Son como los lobos que atacan a las ovejas que están lejos del rebaño”, dice un hombre con un chándal granate y una camiseta blanca.
“Aquí en Painesville son muy poquitos”, dice Dora sobre los que protestan contra la inmigración. “A veces nos daba risa porque en nuestros actos éramos como 200 y aparecían cinco con sus carteles de Get the illegals out. Que yo sepa no tienen ningún nombre pero ahora vendrán más porque esta ciudad se ha convertido en un símbolo para su causa en todo el estado”.
Dora explica que el jefe de policía de la ciudad iba a venir a la reunión para decirles que denuncien cualquier amenaza o comentario racista. No es la primera vez que reciben la visita de un agente aquí en el salón. Verónica los trae a menudo para que hablen con los hispanos y conozcan los problemas que puede causar una orden de deportación.
La Casa Blanca implantó en 2009 el programa Secure Communities, dirigido a potenciar la coordinación entre las autoridades locales y federales en la lucha contra la inmigración ilegal. La iniciativa obligaba a los sheriffs a tomar las huellas de cualquier inmigrante detenido y archivarlas en las bases de datos del FBI y de las autoridades de inmigración.
El programa había nacido como una forma de asegurar la deportación de los criminales más peligrosos. Pero degeneró en un instrumento para engordar las cifras de expulsiones con personas que se habían saltado un semáforo en rojo o habían girado mal en una intersección.
Obama anunció en noviembre de 2014 el cierre del programa. Pero activistas como Verónica tienen miedo de que un crimen como el de Razo pueda llevar a endurecer la política de inmigración. A finales de julio de 2015, los republicanos de la Cámara de Representantes aprobaron un proyecto de ley para dejar sin fondos lo que denominan ciudades-santuario: localidades cuyos alcaldes sólo ayudan a deportar a inmigrantes con un pasado criminal. El detonante del proyecto de los republicanos fue el asesinato de Kathryn Steinle a manos de un traficante mexicano al que habían deportado cinco veces y que acababa de salir de prisión.
“El proyecto es un disparate”, dice el abogado David Leopold, que recuerda que Obama ha advertido que lo vetará. “Para mantener una ciudad segura, la policía tiene que tener la confianza de sus habitantes. Si una mujer sufre las palizas de su esposo o ve un crimen, debe saber que puede llamar a la policía local. Los agentes dependen de la población para hacer bien su trabajo”.
Casi en la última fila del salón y con una camiseta roja del equipo de fútbol de Irapuato se distingue la figura oronda de Ricardo Ramos junto a su esposa Mercedes. Han pasado casi dos años desde que esquivó la deportación y asegura que se siente muy agradecido a Verónica y que vuelve a menudo a St. Casimir. Su hijo es uno de los monaguillos de la iglesia y el padre Orzech les invita a comer cada vez que van.
Ricardo aún vive con miedo porque por ahora no tiene permiso de trabajo: “Conducimos sin carné y cada vez que se te pega ahí detrás un coche de policía empiezas a rezar. El corazón te late muy deprisa y te preguntas de dónde salió”.
Mercedes es más optimista: “Tienen nuestro nombre y nuestra dirección y no han venido a vernos. Por ahora es mejor no revolver”.
A Ricardo y a Mercedes les gustaría viajar a México pero no pueden. Los abuelos ni siquiera conocen a sus nietos y hablar por teléfono es un lujo que no siempre se pueden permitir.
“Nuestro nivel de vida es mucho mejor que en México y estoy contento porque sé que mis hijos tendrán mejor educación aquí”, dice Ricardo. “Este país es difícil pero nos ha dado muchas oportunidades. Yo le prometí a la Virgen de Częstochowa que seguiría yendo hasta que fuera viejito a St. Casimir”.
Este artículo fue publicado originalmente en ‘El Español’ el 12 de marzo de 2016.